lunes, 5 de octubre de 2015

En los bosques de Beliones

Por caprichos del destino, la madrugada del 2 de octubre de 2015 dormimos en una casita en la playa de Beliones, a dos metros de la frontera-espigón de Benzú. Dormimos sí, como felices turistas agotados hasta que el absoluto silencio de las 3:30 de la madrugada fue asaltado por los gritos de desesperación de un tropel indefinido de gentes a la carrera. Una oleada de personas, unos 300 inmigrantes subsaharianos —supimos después—, acordaron en un «todos a una» cruzar  una de las líneas fronterizas más cortas del mundo.

A pie, a nado —los que se atrevieron—, a oscuras, sin equipaje ni nada que perder más que la propia vida, los que llevaban meses escondidos en los bosques de Beliones se la jugaron a cara o cruz. Ochenta y siete lograron entrar en la ciudad autónoma de Ceuta pero nosotros nos quedamos con la cara de los desilusionados, de los desesperanzados, de los golpeados, maltratados y maltrechos que no lo consiguieron; aquellos que vieron frustrada su odisea desde Guinea, Malí, Gabón, Chad, Costa de Marfil, República Centroafricana, Libería o Camerún, en una guerra campal que duró más de tres horas.



Nosotros sí pudimos cruzar la frontera un par de días después, dejando atrás las miradas de enormes ojos negros de otros tantos jovencísimos —casi niños— subsaharianos que siguen deambulando por carreteras cercanas en busca de agua y comida,  solo eso piden.


Nos despedimos de aquel pequeño pueblo tomado por las Fuerzas del Orden marroquí, fusil en mano, a sabiendas de que a los pies del monte Musa —la Columna de Hercules del lado africano, conocida allí por su particular perfil como «La Mujer Muerta»—, la historia volvería a repetirse.